jueves, 4 de junio de 2015

Capitulo 2: Supervivencia.


Capitulo 2: Supervivencia.

A Sayu le habría encantado ser un depredador en el momento en el que se despertó con el rugido de su estomago, pero no lo era. Seguía en la orilla del río, y se asustó al ver lo mucho que había dormido, pues estaba amaneciendo. Se levantó bruscamente, olvidándose de todo, pero las heridas de la espalda se estiraron con la piel y cayó sentada al suelo. Estuvo a punto de grita un “joder” pero se conformó con coger un puñado de piedrecitas y tirarlas al agua, lo más lejos que pudo. Apretó la mandíbula, y con más cuidado que antes, se puso en pie. Casi se desmayó de nuevo entre el dolor que sentía y el hambre que le apretaba en el estomago. Con el pánico del día anterior se le había olvidado por completo que ni siquiera había comido antes de salir de su casa. Le dio una patada al suelo al pensar en ello, y con cuidado se puso la mochila a la espalda. Llevarla ahora era como si le estuviesen clavando un hierro al rojo vivo, pero no tenía otra opción. No podía quedarse allí hasta que se le curasen los cortes, y mucho menos dejar sus únicas pertenencias. Tenía ya la ropa seca, pero seguía sintiendo frío en los huesos, y le costó no tiritar. Con mucha cautela, se internó en aquel lado del bosque, mirando siempre por donde pisaba. No quería volver a llamar la atención de los monos agresivos que, sin duda alguna, se habían sobrepasado con ella. Tampoco quería atraer ningún otro animal que pretendiese hacerla pedacitos. Sayu anduvo durante por lo menos dos horas sin encontrar la señal de ningún animal con vida. El hambre cada vez iba a peor, y notaba como sus pasos eran mas torpes y todos los músculos le pesaban. Le costaba mantener los ojos completamente abiertos, y la vista se le nublaba a ratos. Había tenido mucho miedo de morir siendo la comida de algo, pero en ningún momento había pensado que lo más probable era que si no comía ella, moriría antes de eso. 

Sobre el medio día logró alcanzar un pequeño claro, y decidió establecerse allí, por llamarlo de algún modo. Le parecía una buena idea quedarse en un sitio donde pudiese estar en alto y a la vez vislumbrar todo lo que se acercase hasta ella. Trepó con cuidado a un árbol, y se sentó en una de las ramas más gruesas, a unos cuatro metros de altura. Desató las correas de la mochila y las ató alrededor del tronco. Sacó de su interior la cuerda y volvió a bajar al suelo. Se pasó al menos una hora buscando bayas y frutos entre los matorrales, y cuando tuvo una cantidad considerable, hizo un lazo con la cuerda, la puso en el suelo, colocó en el centro lo que había recogido y llevándose el otro extremo del lazo subió al árbol, pero se quedó en una rama a apenas un metro de altura, y esperó. En ningún momento se le ocurrió que tal vez sería más sencillo comerse las bayas y los frutos: tenía ganas de carne. De carne asada. Como la que hacía su madre cada sábado. Esperó inmersa en sus pensamientos, preguntándose si alguien la echaría de menos o si, por ejemplo, Mir, se habría tragado lo de su muerte o habría sido tan temerario como era siempre y habría salido al bosque a buscarla. Le dio un escalofrío al pensar en la idea de su pobre amigo perdido por el bosque, gritando su nombre, y siendo atacado por aquellos monos con los que ella se había encontrado. Le dio una punzada en el estomago al pensar en la posibilidad de que tal vez no le había importado que ella ya no estuviese. Apretó con fuerza el puño, aplastando la cuerda ante ese pensamiento, y una lágrima rodó por su mejilla izquierda. A los pocos segundos más lágrimas siguieron a la primera. Aquello era como una especie de pesadilla, y no le parecía justo. Durante la mayor parte del día había estado en tensión, con la adrenalina por las nubes, y no había pensado en nada que no tuviese que ver con comer o con morir, pero ahora que estaba sola, sentada en la rama, esperando, no podía dejar de darle vueltas a las cosas. Sin duda su padre debía haberse sentido arrepentido o algo cuando le había dado la cuerda, pues si no no habría podido cazar y el debía de saberlo. ¿Por que entonces la había dicho aquellas cosas tan horribles? ¿A caso no había tenido otra opción? Se giró bruscamente y se mordió con fuerza el labio, provocándose una pequeña herida. Apretó con fuera sus manos contra el árbol y se contuvo para no gritar: el dolor de la espalda había vuelto con más fuerza al quedarse fría por estar tanto tiempo quieta. Tuvo que controlarse aún más para no estallar en sollozos, tanto, que casi no se percata del pequeño conejo gris que acababa de aparecer en el claro, olfateando el ambiente y avanzando cuidadosamente hacia el lazo. 

Sayu se limpió las lágrimas con la manga del brazo que no sujetaba la cuerda, y en cuanto el animal puso las patas delanteras dentro del circulo, tiró del extremo, y la trampa se cerró sobre el cuerpecillo del animal, que empezó a patalear e intentar correr. La joven recogió la cuerda, forcejeando con el conejo, que tenía más fuerza de la que parecía. Cuando lo sostuvo entre sus manos cometió el primer error, y le miró a los ojos. Eran de un color pardusco con matices verdes, y la miraban con el mismo pánico con el que había mirado ella a los monos al llegar al precipicio.
 
––No, venga, joder, no––Soltó en un susurro, con el corazón en un puño, y las lágrimas volvieron a acumularse en sus ojos. Aquella mirada de panico le recordaba a la de su amigo el dia que lo había conocido, después de que unos chicos de clase se metiesen con el. Le rascó la cabeza al animal, y se quedó mirándolo, intentando no pensar en nada triste, pero, ¿como iba a hacerlo? Tenía que matar y comerse a aquel pequeñín, y eso ya era triste de por si.––no me mires así, no, no. Por dios, no me mires así.––intentó darle la vuelta para mirarle a la espalda, para no sentir remordimientos, pero recibió como respuesta un mordisco en el dedo, y por poco se le cae de las manos por el susto.––¿Que quieres que haga? Jo, dios. Tengo hambre, ¿vale? Hambre. Y tu eres carne, y yo... yo como carne, ¿sabes? No puedes culparme, no, porque yo..––Pero el animal no dejaba de mirarla a los ojos, con aquel brillo de “pero si yo no te he hecho nada”. Soltó un suspiro y asintió con la cabeza.––Vale... pero te quedas conmigo.
 
Saltó al suelo, y empezó a acumular pequeñas ramas. Cuando tuvo suficientes, las ató con hilos, barro y hojas, creando una pequeña jaula, y metió dentro a su nuevo amigo. Se encargó de que la puerta quedase bien atada con cuatro hilos, y entonces se quedó observándolo más de cerca. En un principio le había parecido completamente gris, pero tenía manchas marrones debajo de su pequeña nariz y del ojo derecho. En el lomo, tenía una franja entera que era negra, y su cola tenía matices blancos. Era un animal precioso. No era mucho más grande ahora que sus dos manos juntas, pues estaba hecho una bola y temblaba de miedo.
 
––Eres una monada, ¿lo sabias?––pero el conejo seguía mirándole con aquel pánico, y sabía que probablemente no se le quitaría nunca, básicamente porque ella no tenía ni idea de como se domesticaba a un animal, ni exactamente que debía darle de comer. Por un segundo pensó que tal vez era un padre de familia y acababa de dejar a unos pequeños conejillos huérfanos, y casi se echa a llorar. Sacudió fuertemente la cabeza, y recordó que en clase habían dado que el macho era solitario y que era la hembra la que cuidaba a las crías.
 
Recogió su mochila del tronco, volvió a atar bien las correas, metió la jaula dentro, asegurándose de dejar un agujero entre las cremalleras para que entrase aire, y miró a su alrededor. Volvió a cargarse la mochila a hombros, que ahora pesaba más, con cuidado para no hacerse daño, pero el dolor de la espalda la hizo volver a apretar los dientes. Le dio un puñetazo al suelo, agachándose, y se quedó respirando profundamente, intentando pensar en algo que no fuese la sensación de que las heridas se habían abierto y un montón de sangre recorría su espalda, pues sabía que era una mera ilusión: no tenía la camiseta roja ni pegajosa. Se puso en pie de nuevo y suspiró. Necesitaba encontrar algo de comer, y, la verdad, también de donde beber, pero no sabía por donde había venido, y donde podía estar el río por el que había llegado hasta allí. Además, ya no le parecía tan seguro quedarse a dormir en aquel claro. Si, ella podría haber visto perfectamente a cualquier ser que viniese, pero también podrían verla y dar un rodeo entre los arboles para devorarla como a un buen bocata antes de que se diese cuenta. Jo, cuanto echaba de menos los bocadillos de mantequilla y pavo de su madre. Y el estofado, incluso el pescado, que siempre lo había odiado. Su estomago volvió a rugir, y se centró en pensar en el agua. Al menos la sed no hacía que le doliese o rugiese la garganta. Estaba empezando a atardecer así que decidió dejar de pensar en lo que no podía tener, y darse prisa. 

Fue a paso rápido en dirección este, pues sabía que por allí había unas montañas, aunque ahora no pudiese verlas, y de las montañas siempre bajan ríos. Saltaba con cuidado las raíces, y cada vez que hacía ruido se quedaba quieta al menos un minuto escuchando a su alrededor. Cuando oscureció completamente tuvo que bajar la intensidad de la marcha, analizando con cuidado donde ponía los pies y la oscuridad que le rodeaba. Dejó de saltar raíces para treparlas con cautela, y el minuto de espera pasó a subir a cinco. No quería llamar la atención de nada, por muy inofensivo o herbívoro que pudiese ser. Cada vez era más difícil ver lo que la rodeaba. No supo cuanto tiempo estuvo andando exactamente, pero si la alegría que sintió cuando vio un pequeño matorral lleno de bayas: juró que hasta su estomago le gritó un “gracias a dios”. Se arrodilló justo en frente, cogió un puñado, sacó al conejo de la mochila y se las ofreció, pero ni siquiera se acercó tras olfatearlas. Seguramente seguiría teniendo miedo. Se encogió de hombros y volvió a metérselo en la mochila, limpio con los dedos la tierra de las bayas y las devoró. Se comió solo un par de puñados, pero guardó más en los bolsillos de la mochila. Se levantó, encontrándose con más fuerzas gracias a no tener el estomago totalmente vacío, y siguió caminando, aunque sin saber del todo si iba al este, pues no veía las estrellas para guiarse. Al cabo de unos pasos la vista empezó a nublarsele y le entró sueño. Se frotó los ojos y sacudió la cabeza, intentando despejarse, y funcionó, aunque no por mucho tiempo. Cuando apenas habían pasado cuatro minutos, empezó a marearse, y tuvo que apoyarse en el tronco de un árbol para no caerse. Se limpió el sudor de la frente con la manga, y entonces vio a su padre. No era del todo nítido, era como su cara tras las ramas, girando en forma de espiral. Frunció el ceño, intentando comprender si aquello era real o que demonios estaba sucediendo. Escuchó un ruido a su derecha y se giró rápidamente. Allí, enfrente de ella, había uno de aquellos monos rojos, pero la cara era de su madre, y parecía que le estaba diciendo algo. Abrió la boca para contestar, pero todos los músculos le fallaron y cayó al suelo, y al golpearse la cabeza contra la tierra se quedó completamente aturdida. Antes de quedarse inconsciente juró ver la figura de una persona acercándose a ella.

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