Capitulo
2:
Supervivencia.
A
Sayu le habría encantado ser un depredador en el momento en el que
se despertó con el rugido de su estomago, pero no lo era. Seguía en
la orilla del río, y se asustó al ver lo mucho que había dormido,
pues estaba amaneciendo. Se levantó bruscamente, olvidándose de
todo, pero las heridas de la espalda se estiraron con la piel y cayó
sentada al suelo. Estuvo a punto de grita un “joder” pero se
conformó con coger un puñado de piedrecitas y tirarlas al agua, lo
más lejos que pudo. Apretó la mandíbula, y con más cuidado que
antes, se puso en pie. Casi se desmayó de nuevo entre el dolor que
sentía y el hambre que le apretaba en el estomago. Con el pánico
del día anterior se le había olvidado por completo que ni siquiera
había comido antes de salir de su casa. Le dio una patada al suelo
al pensar en ello, y con cuidado se puso la mochila a la espalda.
Llevarla ahora era como si le estuviesen clavando un hierro al rojo
vivo, pero no tenía otra opción. No podía quedarse allí hasta que
se le curasen los cortes, y mucho menos dejar sus únicas
pertenencias. Tenía ya la ropa seca, pero seguía sintiendo frío en
los huesos, y le costó no tiritar. Con mucha cautela, se internó en
aquel lado del bosque, mirando siempre por donde pisaba. No quería
volver a llamar la atención de los monos agresivos que, sin duda
alguna, se habían sobrepasado con ella. Tampoco quería atraer
ningún otro animal que pretendiese hacerla pedacitos. Sayu anduvo
durante por lo menos dos horas sin encontrar la señal de ningún
animal con vida. El hambre cada vez iba a peor, y notaba como sus
pasos eran mas torpes y todos los músculos le pesaban. Le costaba
mantener los ojos completamente abiertos, y la vista se le nublaba a
ratos. Había tenido mucho miedo de morir siendo la comida de algo,
pero en ningún momento había pensado que lo más probable era que
si no comía ella, moriría antes de eso.
Sobre el medio día logró
alcanzar un pequeño claro, y decidió establecerse allí, por
llamarlo de algún modo. Le parecía una buena idea quedarse en un
sitio donde pudiese estar en alto y a la vez vislumbrar todo lo que
se acercase hasta ella. Trepó con cuidado a un árbol, y se sentó
en una de las ramas más gruesas, a unos cuatro metros de altura.
Desató las correas de la mochila y las ató alrededor del tronco.
Sacó de su interior la cuerda y volvió a bajar al suelo. Se pasó
al menos una hora buscando bayas y frutos entre los matorrales, y
cuando tuvo una cantidad considerable, hizo un lazo con la cuerda, la
puso en el suelo, colocó en el centro lo que había recogido y
llevándose el otro extremo del lazo subió al árbol, pero se quedó
en una rama a apenas un metro de altura, y esperó. En ningún
momento se le ocurrió que tal vez sería más sencillo comerse las
bayas y los frutos: tenía ganas de carne. De carne asada. Como la
que hacía su madre cada sábado. Esperó inmersa en sus
pensamientos, preguntándose si alguien la echaría de menos o si,
por ejemplo, Mir, se habría tragado lo de su muerte o habría sido
tan temerario como era siempre y habría salido al bosque a buscarla.
Le dio un escalofrío al pensar en la idea de su pobre amigo perdido
por el bosque, gritando su nombre, y siendo atacado por aquellos
monos con los que ella se había encontrado. Le dio una punzada en el
estomago al pensar en la posibilidad de que tal vez no le había
importado que ella ya no estuviese. Apretó con fuerza el puño,
aplastando la cuerda ante ese pensamiento, y una lágrima rodó por
su mejilla izquierda. A los pocos segundos más lágrimas siguieron a
la primera. Aquello era como una especie de pesadilla, y no le
parecía justo. Durante la mayor parte del día había estado en
tensión, con la adrenalina por las nubes, y no había pensado en
nada que no tuviese que ver con comer o con morir, pero ahora que
estaba sola, sentada en la rama, esperando, no podía dejar de darle
vueltas a las cosas. Sin duda su padre debía haberse sentido
arrepentido o algo cuando le había dado la cuerda, pues si no no
habría podido cazar y el debía de saberlo. ¿Por que entonces la
había dicho aquellas cosas tan horribles? ¿A caso no había tenido
otra opción? Se giró bruscamente y se mordió con fuerza el labio,
provocándose una pequeña herida. Apretó con fuera sus manos contra
el árbol y se contuvo para no gritar: el dolor de la espalda había
vuelto con más fuerza al quedarse fría por estar tanto tiempo
quieta. Tuvo que controlarse aún más para no estallar en sollozos,
tanto, que casi no se percata del pequeño conejo gris que acababa de
aparecer en el claro, olfateando el ambiente y avanzando
cuidadosamente hacia el lazo.
Sayu se limpió las lágrimas con la
manga del brazo que no sujetaba la cuerda, y en cuanto el animal puso
las patas delanteras dentro del circulo, tiró del extremo, y la
trampa se cerró sobre el cuerpecillo del animal, que empezó a
patalear e intentar correr. La joven recogió la cuerda, forcejeando
con el conejo, que tenía más fuerza de la que parecía. Cuando lo
sostuvo entre sus manos cometió el primer error, y le miró a los
ojos. Eran de un color pardusco con matices verdes, y la miraban con
el mismo pánico con el que había mirado ella a los monos al llegar
al precipicio.
––No,
venga, joder, no––Soltó en un susurro, con el corazón en un
puño, y las lágrimas volvieron a acumularse en sus ojos. Aquella
mirada de panico le recordaba a la de su amigo el dia que lo había
conocido, después de que unos chicos de clase se metiesen con el. Le
rascó la cabeza al animal, y se quedó mirándolo, intentando no
pensar en nada triste, pero, ¿como iba a hacerlo? Tenía que matar y
comerse a aquel pequeñín, y eso ya era triste de por si.––no me
mires así, no, no. Por dios, no me mires así.––intentó darle
la vuelta para mirarle a la espalda, para no sentir remordimientos,
pero recibió como respuesta un mordisco en el dedo, y por poco se le
cae de las manos por el susto.––¿Que quieres que haga? Jo, dios.
Tengo hambre, ¿vale? Hambre. Y tu eres carne, y yo... yo como carne,
¿sabes? No puedes culparme, no, porque yo..––Pero el animal no
dejaba de mirarla a los ojos, con aquel brillo de “pero si yo no te
he hecho nada”. Soltó un suspiro y asintió con la
cabeza.––Vale... pero te quedas conmigo.
Saltó
al suelo, y empezó a acumular pequeñas ramas. Cuando tuvo
suficientes, las ató con hilos, barro y hojas, creando una pequeña
jaula, y metió dentro a su nuevo amigo. Se encargó de que la puerta
quedase bien atada con cuatro hilos, y entonces se quedó
observándolo más de cerca. En un principio le había parecido
completamente gris, pero tenía manchas marrones debajo de su pequeña
nariz y del ojo derecho. En el lomo, tenía una franja entera que era
negra, y su cola tenía matices blancos. Era un animal precioso. No
era mucho más grande ahora que sus dos manos juntas, pues estaba
hecho una bola y temblaba de miedo.
––Eres
una monada, ¿lo sabias?––pero el conejo seguía mirándole con
aquel pánico, y sabía que probablemente no se le quitaría nunca,
básicamente porque ella no tenía ni idea de como se domesticaba a
un animal, ni exactamente que debía darle de comer. Por un segundo
pensó que tal vez era un padre de familia y acababa de dejar a unos
pequeños conejillos huérfanos, y casi se echa a llorar. Sacudió
fuertemente la cabeza, y recordó que en clase habían dado que el
macho era solitario y que era la hembra la que cuidaba a las crías.
Recogió
su mochila del tronco, volvió a atar bien las correas, metió la
jaula dentro, asegurándose de dejar un agujero entre las cremalleras
para que entrase aire, y miró a su alrededor. Volvió a cargarse la
mochila a hombros, que ahora pesaba más, con cuidado para no hacerse
daño, pero el dolor de la espalda la hizo volver a apretar los
dientes. Le dio un puñetazo al suelo, agachándose, y se quedó
respirando profundamente, intentando pensar en algo que no fuese la
sensación de que las heridas se habían abierto y un montón de
sangre recorría su espalda, pues sabía que era una mera ilusión:
no tenía la camiseta roja ni pegajosa. Se puso en pie de nuevo y
suspiró. Necesitaba encontrar algo de comer, y, la verdad, también
de donde beber, pero no sabía por donde había venido, y donde podía
estar el río por el que había llegado hasta allí. Además, ya no
le parecía tan seguro quedarse a dormir en aquel claro. Si, ella
podría haber visto perfectamente a cualquier ser que viniese, pero
también podrían verla y dar un rodeo entre los arboles para
devorarla como a un buen bocata antes de que se diese cuenta. Jo,
cuanto echaba de menos los bocadillos de mantequilla y pavo de su
madre. Y el estofado, incluso el pescado, que siempre lo había
odiado. Su estomago volvió a rugir, y se centró en pensar en el
agua. Al menos la sed no hacía que le doliese o rugiese la garganta.
Estaba empezando a atardecer así que decidió dejar de pensar en lo que no podía tener, y
darse prisa.
Fue a paso rápido en dirección este, pues sabía que
por allí había unas montañas, aunque ahora no pudiese verlas, y de
las montañas siempre bajan ríos. Saltaba con cuidado las raíces, y
cada vez que hacía ruido se quedaba quieta al menos un minuto
escuchando a su alrededor. Cuando oscureció completamente tuvo que
bajar la intensidad de la marcha, analizando con cuidado donde ponía
los pies y la oscuridad que le rodeaba. Dejó de saltar raíces para
treparlas con cautela, y el minuto de espera pasó a subir a cinco.
No quería llamar la atención de nada, por muy inofensivo o
herbívoro que pudiese ser. Cada vez era más difícil ver lo que la
rodeaba. No supo cuanto tiempo estuvo andando exactamente, pero si la
alegría que sintió cuando vio un pequeño matorral lleno de bayas:
juró que hasta su estomago le gritó un “gracias a dios”. Se
arrodilló justo en frente, cogió un puñado, sacó al conejo de la
mochila y se las ofreció, pero ni siquiera se acercó tras
olfatearlas. Seguramente seguiría teniendo miedo. Se encogió de
hombros y volvió a metérselo en la mochila, limpio con los dedos la
tierra de las bayas y las devoró. Se comió solo un par de puñados,
pero guardó más en los bolsillos de la mochila. Se levantó,
encontrándose con más fuerzas gracias a no tener el estomago
totalmente vacío, y siguió caminando, aunque sin saber del todo si
iba al este, pues no veía las estrellas para guiarse. Al cabo de
unos pasos la vista empezó a nublarsele y le entró sueño. Se frotó
los ojos y sacudió la cabeza, intentando despejarse, y funcionó,
aunque no por mucho tiempo. Cuando apenas habían pasado cuatro
minutos, empezó a marearse, y tuvo que apoyarse en el tronco de un
árbol para no caerse. Se limpió el sudor de la frente con la manga,
y entonces vio a su padre. No era del todo nítido, era como su cara
tras las ramas, girando en forma de espiral. Frunció el ceño,
intentando comprender si aquello era real o que demonios estaba
sucediendo. Escuchó un ruido a su derecha y se giró rápidamente.
Allí, enfrente de ella, había uno de aquellos monos rojos, pero la
cara era de su madre, y parecía que le estaba diciendo algo. Abrió
la boca para contestar, pero todos los músculos le fallaron y cayó
al suelo, y al golpearse la cabeza contra la tierra se quedó
completamente aturdida. Antes de quedarse inconsciente juró ver la
figura de una persona acercándose a ella.
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