Capitulo
5: Emboscada.
Cerró
los ojos. Coger aire, soltar aire. Alzó el arco, y tensó en la
cuerda de lino la flecha de madera y plumas que ella misma había
confeccionado. Le había costado muchísimo conseguir plumas. Siempre
se escuchaba cantar a los pájaros, pero verles era un asunto mucho
más difícil. Cogió aire, disparó y soltó el aire. Abrió los
ojos. Había vuelto a fallar. Había creado una diana con pintura en
la corteza de un árbol, y llevaba al menos cuatro horas intentando
acertar en algún punto, pero siempre la flecha terminaba entre la
vegetación, nunca acertaba en la madera. Se acercó y buscó entre
la espesura el objeto perdido. Se la volvió a meter en el carcaj que
había confeccionado con trozos de corteza, cuerdas de lino y hojas,
y volvió a la posición inicial. Pies juntos, con la punta del
izquierdo apuntando a la diana. Alzó el arcó, manteniendo el brazo
izquierdo recto, a la altura del hombro, sacó una flecha con el
brazo derecho, y describió un circulo hasta el arco. Enganchó la
flecha en la cuerda, respiró profundamente y miró al centro. Tenía
que conseguirlo. Llevaba ya una semana en aquel lago y sus días se
habían vuelto ya rutinarios. El segundo día, tras llegar, se había
dedicado a confeccionar cuerdas con fibras de tallo de lino y cáñamo,
con una rama con bastante capacidad elástica había tallado un arco,
y con parte de las cuerdas había creado una red para pescar, aunque
de momento solo resistía el tirón de peces pequeños. Una de las
cuerdas la había hecho más larga, y la había usado para darle más
terreno a Bola de Pelo, que ahora sin soltarse del árbol podía
entrar en el bosque a buscar bayas. El resto de días los había
pasado entrenando. Desde que amanecía hasta la hora de la comida
corría alrededor del lago, para aumentar su resistencia y velocidad.
Después de comer, hasta la hora de la “merienda” hacía cinco
horas de tiro con arco, y desde la merienda hasta la cena practicaba
escalada y salto por las ramas, para aprender a escabullirse entre la
maleza. Lo único que había logrado mejorar de momento era su
resistencia. Su puntería era la cosa más pésima que tenía, no
lograba acertar ni a diez metros del objetivo, y en la escalada no le
iba mucho mejor. De momento no subía a una altura mayor de dos
metros, y aun así siempre terminaba con rasguños, astillas clavadas
por la piel y quemaduras del roce con las ramas. Si no fuese por los
peces no habría sobrevivido ni dos minutos allí. ¿Como iba a ser
capaz de cazar siquiera un ciervo o algo así? Sabía que no podía
seguir alimentándose solo de pescado y bayas, su cuerpo necesitaba
otro tipo de proteínas, y el arco era la mejor forma de
conseguirlas. No solo podía cazar animales más grandes, podía
usarlo para bajar frutas que estaban a grandes alturas sin
arriesgarse a subir. La flecha salió disparada desde el arco, y
golpeó contra un punto de la corteza, clavándose. Suspiró. Fuera
de la diana. Menos puntería y no habría nacido. Se acercó
trotando, y con algo de esfuerzo, sacó la flecha del tronco, la puso
en el carcaj de nuevo y volvió al sauce. Se sentó en una de las
enormes raíces, rebuscó en una de las bolsas que había hecho con
hojas y sacó un pequeño pez. Lo puso en una de las cascaras de
coco, y en otra machacó un puñado de hierbas de color rojo. Cuando
estuvieron bien aplastadas se las echó por encima al pez, le añadió
algo de agua, encendió una pequeña fogata y lo puso encima, con una
pequeña mesa de cortezas que había hecho ella misma, para que se
calentase. Cuando el pescado estuvo dorado se cambió de ropa, la
lavó en el lago y la puso a secar en la mesa mientras comía. Bola
de Pelo se acercó al cabo de unos segundos, sentándose al lado y
mirándola con hambre.
––Toma,
pequeño––dijo, mientras sacaba de otra bolsita de hojas un
puñado de bayas blancas.––¿No has encontrado más?
La
manera en la que el conejo devoró su comida le dio la respuesta. ¿Y
si se les acababan las provisiones de frutos cercanas al valle?
Suspiró. Se verían obligados a entrar en el bosque de vez en cuando
para buscar más. Mientras se secaba la ropa, se levantó y se
dirigió hacía el extremo sur, y cuando llego a donde empezaba la
maleza miró uno de los grandes árboles, visiblemente desmejorado.
Tenía un montón de ramas partidas, signos de arañazos y partes de
corteza arrancadas, fruto de los intentos de Sayu por trepar. Puso la
mano en el tronco y suspiró, en gesto de disculpa. Se alejó hacía
otro árbol, y en cuanto estuvo a la distancia correcta echó a
correr hacía él. Puso el pie derecho en la corteza, y dando un
salto se impulsó hacia la rama más baja. Logró agarrarse con la
mano izquierda, luego añadió la derecha, se balanceó un poco y
subió, haciendo uso de todas sus fuerzas para no caerse por su
propio peso. Se sentó en la rama, y miró a su alrededor. Trepar por
el sauce era sencillo. Se retorcía el tronco en muchas partes,
creando huecos y agujeros en los que colocar los pies, pero aquellos
árboles eran muy distintos. Salvo por las ramas, tenían la corteza
lisa y resbaladiza mas no poder. La corteza era bastante resbaladiza
y quebradiza, se desprendía a una velocidad de vértigo, y las ramas
más bajas eran estrechas y muy débiles. Solo había encontrado uno
que la soportase: el árbol en el que se encontraba. Poniendo mucho
cuidado de no caerse se levantó, y miró hacia arriba, buscando otra
rama a la que agarrarse, o tal vez con la que impulsarse hacia otro
árbol. Vio una a unos veinte centímetros por encima de ella, un
poco mas adelante de su posición, y analizó. Si saltaba y se
balanceaba con ella tal vez podría saltar al pobre árbol
destrozado, que por aquella altura ya tenía ramas más gruesas. Se
encogió, y impulsándose con el pie derecho saltó hacía esa rama.
Se agarro con ambas mano, y por el impulso del salto salió disparada
hacia delante, se dio mas impulso empujando la rama con los brazos y
saltó. Notó como su mano derecha se agarraba a una gruesa rama, y
sonrió, pero cuando pensaba que lo había conseguido escuchó el
crujido de la madera, y sintió a cámara lenta como la gravedad
tiraba de ella. Cayó boca abajo, dándose con las costillas contra
el suelo, y soltó todo el aire de un pequeño grito. Se giró justo
a tiempo para ver que la rama se había partido del todo y caía
contra su cabeza. Rodó hacía la derecha para esquivarla, pero uno
de los bordes le rozó la mejilla derecha, y sintió el golpe como un
ardiente latigazo. Se levantó de un salto y se apartó, con miedo de
que algo más la golpease. Su corazón iba a mil por hora. Con el
impulso que había cogido la caída podría haber sido peor, si se
hubiese quedado inconsciente habría muerto aplastada por aquel trozo
de árbol. Respiró de forma agitada un rato, sentándose en el
suelo, encogiéndose y quedándose completamente quieta. Cuando
recuperó el aliento y la cordura echó a correr hacía su árbol. Se
cubrió el pequeño corte con un trozo de tela de la camisa que se le
había hecho jirones tiempo atrás, apagó el fuego, pues estaba
empezando a oscurecer, y tendió la ropa aun húmeda en una de las
ramas del sauce. Miró al cielo. No había ni una sola nube. Cogió
un poco de agua con uno de los cuencos de coco y se la bebió de un
trago. Se sentó de nuevo junto a su amigo.
––Que
vida más intensa––fue lo único que salió por su boca antes de
tumbarse en la raíz y cerrar los ojos.
Aquello podía ser el paraíso
o el infierno, dependiendo del punto de vista desde el que quisieras
mirarlo. Si lo mirabas desde el hecho de que era libre, que no tenía
unos padres que la obligasen a comerse el puré de verduras, a irse a
al cama temprano, o incluso desde el hecho de que podía correr,
jugar y vivir tantas aventuras como quisiese, era una vida perfecta.
Era la vida que cualquier niño soñaría a sus diez años. Pero ella
no lo veía del todo así. No corría para divertirse, ni escalaba
para hacerse una casa árbol, y mucho menos practicaba tiro con arco
para una competición o para creerse cazadora. Hacía todo eso porque
si no no podría seguir viviendo. Siempre que cerraba los ojos para
dormir le costaba al menos dos horas conciliar el sueño, y cualquier
ruido la despertaba. Se pasaba los segundos allí esperando a que
algún animal salvaje apareciese para darle caza. Siempre tenía el
corazón acelerado. Siempre estaba alerta, y en cuanto el rugido de
un animal se alzaba en la noche al salir la luna, tenía la certeza
de que iba a morir, pero allí seguía. Sabía que solo era una
carrera a contrarreloj, una cuenta atrás, que todo era cuestión de
tiempo. Sabía que tarde o temprano su cuerpo yacería en algún
lugar del bosque, inerte y sin vida, con el corazón parado, sin
parte de algún miembro, y siendo devorada por distintos animales
carroñeros. Suspiró. Era lo que sucedería si no lograba mejorar su
puntería. Si no lograba ser mas ágil y rápida que los animales que
vivían allí. Se giró hacia Bola de Pelo, y le rascó la cabeza
––Nada
puede con nosotros, tranquilo––dijo, intentando darle ánimos al
animal, aunque la verdadera intención era convencerse ella de que
así era.––Ya hemos pasado la parte más dura: la aceptación de
la situación. Ahora solo queda mejorar, y tirar de esa suerte hasta
que podamos valernos por nosotros mismos.
Y
mientras decía esas palabras, su corazón se iba calmando, y se le
iban cerrando los ojos, hasta que se quedó dormida. La siguiente
semana fue igual, solo que le puso más empeño. No voy a deciros que
mejoró mágicamente, pero empezó a acertar en la diana, aunque
nunca en el centro. Empezó a aprender que si te apoyas en las ramas
desde el punto en el que sale del tronco no se rompen, y que hay
formas más sencillas de pasar de un árbol a otro que balanceándose
y saltando. La racha de aciertos en la diana pasó de una de cada
diez flechas a siete de cada diez, y de vez en cuando alguna se
acercaba peligrosamente al centro, pero aquello le servía. Herir a
un animal era mejor que fallar.
Cuando acabó esa segunda semana se
decidió al fin. Era una mañana más gris de lo normal, pues las
nubes lo cubrían todo. Aquel día se puso dos camisas en vez de solo
una. Se echó el carcaj y un par de lanzas a la espalda, se puso en
su cinturón de lino un par de cuchillos y uno de los botes de
pintura, y se internó por el lado norte, andando despacio y marcando
los árboles de rojo, para establecer por donde había venido y que
parte había explorado, y así no perderse. Era ya medio día, y
estaba volviendo al valle para comer, cuando escuchó la respiración
detrás de ella, junto al crujido de un montón de hojas. Tenía que
ser un animal pesado. Muy pesado. Sacó despacio una flecha del
carcaj, mientras se giraba lentamente. Lo que vio la dejó tan helada
que se olvidó de tensar el arco. Era un jabalí casi tan grande como
ella. O al menos lo parecía. Su pelaje, que casi parecía lana, era
de tonos dorados y rojos brillantes, y sus colmillos eran casi más
grandes que su cabeza. El animal le gruñó y le enseñó los
dientes, afilados como agujas, mientras arrastraba la pata derecha
delantera por encima de la tierra, en señal de ataque. Cuando echó
a correr hacía ella, Sayu apenas tuvo tiempo. Saltó justo en el
instante en que el animal embestía con la cabeza, ladeándola para
clavarle los colmillos. Logró apoyarse con el pie izquierdo en la
cabeza del animal, y el impulso la hizo salir volando, para acabar
chocando contra el suelo. Rodó por la hierba varios metros. Cuando
consiguió recuperar la cordura y ponerse en pie el animal ya cargaba
de nuevo contra ella. Se giró y echó a correr hacía otro árbol.
Notó el aliento del jabalí en la nuca justo cuando saltaba,
impulsándose con el pie derecho contra la corteza, y dando un mortal
hacía atrás (cosa que no sabía que supiese hacer), sorteando al
animal, que se estrelló contra el tronco. Cayó al suelo de costado,
y notó como crujían sus costillas. La bestia no tardo en girarse
hacia ella y volver a prepararse para embestir. Sayu se puso de nuevo
en pie, se echó el arco a la espalda y sacó una de las lanzas. Se
agachó un poco, la cogió con ambas manos y dirigió la punta hacia
su atacante. El jabalí entendió el gesto, y empezaron a anda
despacio, en círculos, mirándose atentamente. El animal rugió,
sorprendiendo a la joven, y echó a correr de nuevo hacía ella. Sayu
se tropezó al intentar retroceder, y cayó de espaldas al suelo.
Alzó la lanza en el ultimo instante, enganchandola entre los
colmillos del animal, que giró la cabeza y la lanzó de nuevo contra
el tronco de un árbol. Golpeó con fuerza contra la corteza, que se
astilló se le clavó en la piel.
––¡Joder!––gritó,
con todas sus fuerzas.
La
otra lanza se había partido con el choque, pero dio las gracias
porque el carcaj y el arco estuviesen intactos. La bestia volvió a
correr hacia ella, pero esta vez la muchacha fue más rápida. Logró
agarrarse a la rama del árbol de un salto, y subió con más rapidez
de la que habría sido capaz en circunstancias normales. Sacó el
arco, y empezó a dispararle al animal una flecha tras otra, con
rabia, sin importarle realmente acertar o no. No dejó de disparar ni
cuando la bestia cayó al suelo y dejó de respirar. No dejó de
disparar hasta que no tuvo más flechas, y entonces lanzó el arco
contra la cabeza del jabalí, ya muerto.
––¡¿Ahora
que, eh?! ¡¿Quien derriba a quien ahora?! ¡¿Quien mata a
quien?!––Le dio un puñetazo al árbol sobre el que se
encontraba, se mordió el labio y volvió a mirar al suelo––¡¡No
eres nada, estúpido bicho!!
Se
recostó contra el tronco y se dejó resbalar sobre la rama hasta que
acabó sentada en ella, llorando de impotencia. El corazón le iba
más rápido que nunca, y le temblaban todos los músculos. Un
escalofrío recorrió su espina dorsal, y estalló en sollozos.
Cuando logró recuperar la compostura ya estaba anocheciendo. Bajó
de un salto, recogió el arco y retiró todas las flechas del cuerpo
del animal y del suelo, guardándoselas de nuevo en el carcaj. Le
costó al menos tres horas arrastrar al enorme jabalí por el bosque
y llevarlo al valle. Cuando llegó lo primero que hizo fue quitarse
la ropa y tirarse al lago, para intentar aliviar el dolor de las
heridas y los golpes. Después, se volvió a vestir, cogió uno de
los cuchillos y miró a la bestia. Le daba bastante asco aquello,
pero no le quedaba otra. Arrancó con bastante esfuerzo las patas, y
guardó el cuerpo entre un montón de hojas, para que el olor no
atrajese a ningún animal más. Cocinó uno de los muslos en el
fuego, sin importarle que al ser ya de noche pudiesen descubrirla, y
lo devoró hasta dejar solo el hueso. Apagó el fuego y se tumbó en
en la raíz que usaba de cama, y solo entonces se dio cuenta de lo
que había hecho. Miró al bulto de hojas que cubría los restos del
animal, y volvió a echarse a llorar. Lo había matado. No lloraba
porque se sintiese mal, aquel jabalí la habría matado si no lo
hubiese hecho ella antes, no era un ser pacifico e inocente. Lloraba de alivio. Era fuerte. Era capaz. Solo tenía que seguir
mejorando. La adrenalina jugaba a su favor. En todos aquellos días
había tenido pánico de quedarse paralizada si se veía en aquella
situación, pero ya iban dos veces. Primero había huido de los
monos, y ahora había matado a un jabalí furioso. Aquello era una tortura, como una jaula enorme en la que no sabías cuanto tiempo ibas a
seguir respirando, pero era un destino al que se veía capaz de
sobrevivir, o, al menos, de enfrentarse con fuerza y contra el que
morir con dignidad. Era su infierno. Ella no lo había elegido, pero
lo había aceptado y lo había hecho suyo, al igual que había hecho
suyo aquel enorme sauce al que ahora consideraba su casa, y al igual
que había hecho su amigo a aquel conejo asustadizo al que había
intentado cazar. Era su vida, y podía sobrevivir a ella. Lo último
que iban a quitarle ahora eran las ganas de luchar. Dejó de llorar
al cabo de un rato, y se dio cuenta de lo mucho que le dolía todo el
cuerpo, y de lo rígidos y pesados que eran sus músculos. Miró a
Bola de Pelo con una sonrisa en los labios, cerró los ojos y se
quedó dormida.
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