martes, 2 de junio de 2015

Prólogo: Cambios


Prólogo.

Una niña no muy alta, delgada, de tez blanca y pelo rubio siempre de punta. Ojos azules potentes, frescos y suaves como el agua de un manantial, expresivos como una danza o una canción, sutiles como el viento y suaves como la seda. Unos ojos bellos y salvajes para una muchacha rebelde. Dorian era todo aquello que su mirada celeste delataba, pero siempre debía ocultarlo. No es que se le diese especialmente bien fingir lo que no era, si no, más bien, que la gente nunca miraba a sus ojos, ni a ella, así que no sabían leer todo lo que escondía. La tomaban por vaga, cabezota, impertinente y sobretodo, muy muy desobediente. Dorian no lo hacía por placer. No había nada que odiase más que tener que fingir que no le interesaban las clases. No había nada que detestase más que no hacer aquellos hechizos simples que le mandaban todos los días, pero simplemente, no podía. Nadie lo habría entendido. En un mundo de magos, no tener ni un ápice de magia en tu cuerpo es una condena, y para ella era aun peor, porque era hija del gobernador, el Archimago más importante de toda la civilización, y era la primogénita de la familia. No había nada en el mundo que le doliese mas que haber visto el odio y la decepción en los ojos de su padre el día que repitió el primer curso de la Escuela elemental de Magia. Por todo ello, lo que sucedió no se podría haber cambiado. Tal vez habría sido otro día, a otra hora en otra situación, pero habría pasado de la misma forma, y le habría roto el corazón del mismo modo. 

Era el día de su cumpleaños, y acababa de salir de la clase de Historia, la última del día, y se dirigía con Mir, su mejor amigo, hacía su casa. Iban lo más rápido que podían, sin importarles los golpes que les daban las mochilas en la espalda. Entraron por la puerta principal de la mansión a la velocidad del rayo, y apenas se les escuchó saludar a la portera, a la que se le dibujó una sonrisa de oreja a oreja: aquellos niños no tenían ni idea de lo que era la paciencia, ni querían aprenderlo. Atravesaron la casa casi volando, y aterrizaron en el jardín con un salto, lanzando las mochilas contra la verja. Al padre de Dorian casi le dio un infarto del susto, pero al ver que sucedía, se echó a reír. Hacía tiempo que no veía a su hija emocionada, ni expresando ningún sentimiento que no fuese desinterés por sus estudios. Mir y Dorian empezaron a perseguirse por el césped, parando de vez en cuando para arrancar trozos de hierba y tierra y lanzárselos, como si estuviesen en una guerra. Dorian atrapó a su amigo y lo tiró al suelo con un placaje, y se puso a hacerle cosquillas.

 ––¡Ahora si que puedo decir que soy mucho más mayor que tu!––gritó Dorian mientras se levantaba y volvía a echar a correr. Y tenía razón. Ese día era dos años mayor que su amigo, y eso, cuando acabas de cumplir quince, es bastante diferencia.––¡Eres un enano! 

Ighil, el Archimago, se levantó y dio una palmada para que los dos jóvenes le mirasen, y funcionó. Se acercaron rápidamente, justo en el instante en el que Arshia, la madre de Dorian, entraba en el jardín, seguida de sus tíos, los padres de Mir y sus abuelos. Ya era oficialmente la celebración de su cumpleaños. Sin importarles mancharse de verde las ropas, se sentaron todos en circulo en el césped, y empezaron a pasarle a Dorian los regalos, uno por uno. Una camiseta de su tío, un cuaderno de dibujo de los padres de Mir, una caja de pinturas y lapices de sus abuelos, una brújula de su tía... hasta que llegó el de su padre.
 
––Me lo dio tu abuelo cuando cumplí tu edad––dijo el hombre con la voz potente y autoritaria que le caracterizaba.––es una de las tradiciones familiares.
 
Dorian abrió el regalo con cuidado, pues por su forma ya sabía lo que era: un bastón de mago. Estaba creado con tres ramas gruesas, retorcidas, que en la punta se separaban, agarrando una bola transparente. Dorian la soltó con cautelosa rapidez, para que nadie se diese cuenta de que la bola no se volvía roja, como debería haber hecho si su portador era un mago.
 
––Gracias, papa––fue lo único que dijo, con una gran sonrisa, intentando ocultar el nerviosismo que le había entrado de pronto.
 
Mir tiró de su camiseta, y ambos se levantaron para seguir jugando, pero en cuanto echaron a correr, por culpa del nerviosismo que sentía, Dorian tropezó, con tan mala suerte que dio con la rodilla derecha en una de las pocas piedras que había por el jardín. Se puso boca arriba y se abrazó la pierna, mientras la sangre rodaba por la herida abierta, rumbo al suelo. Todos se quedaron mirándola, expectantes. La sanidad de su civilización era sencilla. ¿Te herían? Pues te curabas, para eso eras un mago. No era un mundo hecho para gente sin magia, y por viejas leyendas, Dorian tenía pánico de lo que podía suceder si todos se enteraban de que no era como todos ellos. De que era especial, y en un muy mal sentido. Tras un minuto con todos mirándola, el padre de Dorian no pudo más y estalló.
 
––Ya estamos otra vez––dijo en tono borde y tajante––¿Pero que coño te pasa?––había olvidado por completo la educación de la que tan bien estaba dotado.––Una cosa es que te de la gana hacer el idiota en clase y te niegues a aprobar exámenes, ¿pero curarte cuando te haces daño? ¿Que quieres, morirte? ¡Utiliza tu magia de una vez!
 
Su madre la miró, como tantas otras veces había hecho cuando volvía con un nuevo suspenso a clase, pero esta vez no había entendimiento ni compasión en sus ojos, solo rabia, y Dorian sintió como algo explotaba en su interior. Se levantó con brusquedad, y se encaró a su padre.
 
––¿Quieres una hija perfecta, eh?, ¿eso es lo que quieres?––le dio un empujón y le miró con furia, mientras el se quedaba completamente boquiabierto. La reacción de Dorian le había pillado totalmente desprevenido––pues entonces deberías revisar tus puñeteros genes defectuosos que te han dado a una hija sin un poquito de capacidad mágica. ¿Quieres un hijo que haga hechizos y sea tu heredero? Pues búscate a otro, porque yo estoy harta. No puedo. Nunca he podido ni podré. Memorizo hechizos, a la perfección, me los se todos, pero no sale, no me sale. Ódiame, expúlsame de tu casa, pégame, mátame, haz lo que te de la puñetera gana, pero no pienso soportar esto ni un segundo más.
 
Con los ojos llenos de lágrimas, Dorian entró corriendo en la casa, subió los tres pisos de escaleras, se encerró en su habitación, y gritó y golpeó las cosas. Destrozó el armario, la silla, la mesa, volcó el colchón y se sentó en la esquina contraria a la puerta, llorando, hasta que se quedó dormida. Sabía que algún día llegaría. Había logrado esconder su verdadera naturaleza quince años, había fingido ser un tipo de persona que no era. Había mostrado que no le afectaban las broncas, pero había cometido su primer y último error, y ya no había vuelta atrás. Se despertó ya pasada la medianoche, y sabiendo lo que iba a suceder y debía hacer, metió todos sus nuevos regalos, que alguien le había dejado en el suelo, en la mochila. Cogió una chaqueta, se la puso, se echó la mochila al hombro y bajó con cuidado de no hacer ruido las escaleras.
 
––...otra opción, y lo sabes.––Era la voz de su padre. No era el tono autoritario que utilizaba siempre. Era extraño, de no ser porque le conocía, habría jurado que sonaba como una voz rota que llevaba horas llorando.
 
––Pero no podemos... es... es nuestra hija––esta vez era su madre quien había hablado. Lo siguiente que escuchó fue unos sollozos.

Bajó un par de escalones más, y vio a sus padres abrazados en mitad del recibidor. Su madre tenía la cabeza apoyada en el hombro de su padre y lloraba desconsoladamente, mientras este le daba besos en la nuca. Habría sido una escena acogedora de no saber que es lo que estaban debatiendo. Tal vez las leyendas podrían haber sido solo leyendas, pero aquella que se conocía tan bien era una verdad que había quedado escondida desde el último no-mago que había nacido en la sociedad. Arshia levantó la cabeza y vio a Dorian en las escalares, mirándola con los ojos rojos de llorar y el cuerpo tembloroso. Se apartó de su marido y se acercó a la que hasta entonces había sido su niña, su pequeña. Intentó cogerla de la mano, pero Dorian se aparto dando un paso hacía atrás, negando con la cabeza. Pasó por al lado de su madre y se plantó frente a su padre.

––Vamos a dar una vuelta.––dijo él con la voz temblorosa, como si no estuviese del todo seguro de que estuviese haciendo lo correcto.

Padre e hija salieron de la casa, andando lo más despacio que podían, en dirección al enorme y frondoso bosque del sur que indicaba los limites de la población civilizada. Dorian sabía de sobra las normas. Estaba completamente prohibido entrar allí, pues nadie que lo hubiese hecho había salido con vida. Nadie sabía que tipo de animales había, ni que plantas existían. Nadie sabia que te podías encontrar, pero ella iba a saberlo muy pronto. Pasaron por las enormes casas de hormigón, todas decoradas con maravillosas cúpulas de cristal de colores. Rodearon la escuela que tantos quebraderos de cabeza le habían traído, y atravesaron los campos de los establos, siempre en silencio. Llegaron al limite con más rapidez de la que les habría gustado, y entonces se miraron.

––Tal vez si no lo hubiese visto nadie podría haberme quedado...––dijo Dorian, convencida de que sus palabras eran ciertas y de que él sentía lo mismo y le daría la razón–Tal vez si os lo hubiese contado...––Ighil negó con la cabeza, y le puso las manos sobre los hombros, con gesto serio. Parecía que iba a decirle unas palabras amables por primera vez, o incluso a abrazarla para consolarle. Pensó que llorarían abrazados, que se arrepentirían y volverían a casa para buscar una solución.

––No, pequeña. Nada habría cambiado. Habrás nacido de tu madre pero no tienes nuestros genes porque no tienes nuestra magia. No eres nuestra hija, eres un error, un error que vamos a rectificar ahora mismo. No eres Dorian, ni te apellidas Lance. No eres de sangre mágica, no eres de nuestra especie, y no mereces vivir como nosotros.––Dorian se quedó mirándole, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Intentó separarse de él, llena de rabia, pero la cogió de la mano y notó como le daba algo. Miró: era una cuerda, no muy larga, pero tampoco corta.––ten esto... para... para cuando no puedas más. Te dará la dignidad con la que no has nacido.

Sin poder aguantar más, la joven de ojos azules se apartó con brusquedad, se giró y echó a correr hacia el bosque, internándose cada vez más y más en la espesura y en la oscuridad de aquel lugar desconocido. No miró atrás mientras corría, no hizo nada más que huir. En su mente no dejaban de resonar aquellas palabras. “No eres nuestra hija, eres un error, un error que vamos a rectificar ahora mismo”. Sacudió la cabeza, intentando apartar aquello de su cabeza. “No eres Dorian, ni te apellidas Lance”. Tropezó con la raíz de un enorme sauce y cayó de bruces al suelo. Por suerte no se hizo ninguna herida. Se acurrucó entre las raíces de la enorme planta, y se quedó mirando al cielo mientras lloraba. “No eres Dorian, ni te apellidad Lance”.

––Tienes razón...––susurró––no soy Dorian, no soy tu hija. Alguien tan imbécil no pude ser mi padre––se quedó en silencio un rato, pensando un nombre. Era difícil. ¿Como nominarse a uno mismo? No vale escoger algo que te guste, no es un mote. Es el nombre que llevarás el resto de tu vida. Se mordió el labio, y una palabra se pasó por su cabeza, una palabra que significaba en lenguaje mágico lo que ella era, “expulsada”. Y lo dijo con total convicción.––A partir de ahora me llamare Sayu.

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